Economía

Cuando el mensaje habla del mensajero

Patricia Bergero

El 28 de septiembre se cumplió un año del fallecimiento de Rogelio Pontón , director de esta publicación, funcionario y economista de esta Bolsa por veintisiete años.

Rogelio fue una de esas personas que han tenido –y todavía tienen- una enorme influencia sobre muchas otras, y, a veces, discurrimos vanamente acerca de cuál ha sido la característica o el conjunto de características de su personalidad que lo han hecho sobresalir por encima del resto. Y es acertado decir vanamente porque no hay una respuesta única o completa, ni mucho menos definitiva. Valga sólo repetir algunas de las palabras que se dijeron en esos días posteriores a su deceso para descubrirlo ante otras personas: “ jamás sació su hambre de conocimiento, jamás abandonó su espíritu crítico, jamás dejó atrás una inquietud, jamás dejó de escuchar a otros, de leer a otros, de aprender de otros, o de aceptar críticas u opiniones, y siempre compartió su conocimiento y sus actividades con gran generosidad y humildad… se fue Rogelio, un maestro, un profesor, una persona inmensa .”

De entre las enseñanzas que nos fue dejando, uno puede recurrir a algunas frases tales como mirar el bosque y no los árboles; la simplicidad por encima del detalle; la mirada crítica, nunca complaciente. Frases pequeñas, repetidas, pero abrumadoramente válidas. Eso sí, Rogelio raramente formulaba dichas frases, más bien era el mensaje que implícitamente se extraía de sus escritos o sus palabras.

En homenaje a Rogelio, reproduciremos uno de los tantos textos que escribió para referirse a uno de sus “cuentos” favoritos, “Yo, un lápiz” , el famoso ensayo de Leonard E. Read. ¿Por qué este ensayo? Porque en su simpleza y claridad se ajusta, tanto en fondo como en forma, a lo que Rogelio Pontón transmitió toda su vida. Y porque, mientras haya humanidad, la vigencia de las ideas de este ensayo es eterna.

  “ … en una conferencia dictada por Read, se le ocurrió preguntar a los asistentes si alguno sabía cómo 'fabricar un simple lápiz de grafito'. Ninguno de ellos se atrevió a contestar a pesar de que la respuesta, aparentemente, no era muy complicada. El orador comenzó a desmenuzar la historia con el análisis de la provisión de la madera. Los árboles de donde se extraía la madera estaban situados en una determinada región de los Estados Unidos y para talarlos hubo que recurrir a la utilización de sierras y hachas. Pero desde aquí nacían otras preguntas. Y el acero para construir las sierras y el hacha, ¿de dónde se ha obtenido? ¿Y el mineral de hierro para producir acero? ¿Y el carbón para fundir el mineral de hierro?

Simplificando el cuento, había que trasladar los troncos hacia los aserraderos. Para ello se necesitaba la colaboración de los balseros, o a través de la flotación de los troncos por las vías fluviales, o los vagones del ferrocarril para transportarlos por esta vía. O también, transportando los troncos a través de las flotas de camiones. Cada una de esas etapas y posibilidades requería un sinnúmero de otras actividades. La producción de acero para los rieles y las ruedas de los vagones. La producción de caminos pavimentados. La producción de luces y vallas. La producción de camiones y locomotoras. La producción de barcazas, etc., etc.

En los aserraderos, llegados los troncos, había que cortarlos en listones de determinados tamaños y para ello se necesitaba un sinnúmero de máquinas y herramientas: sierras, garlopas, formones, etc., también construidos con acero y otros elementos. Y cortados los listones se enviaban a las fábricas de lápices, pero ahí no terminaba la cosa. Sólo teníamos parte del material de un lápiz. Había que conseguir el grafito para hacer las minas, y luego la goma, y luego el latón para enganchar la goma, y luego la pintura, y luego las máquinas para grabar el tipo de lápiz y características, etc. etc.

Ahorrando tiempo, supongamos que el lápiz ya está listo y hay que comercializarlo. Primero habrá que colocarlo en cajas, luego transportarlo a los comercios o librerías que los venden a los escolares, y así un sinnúmero de actividades de servicios que también colaboran para darle valor a las cosas.

En muchos casos, la materia prima o insumos hay que traerlos de otros países, países con los cuales pueden existir conflictos pero, finalmente, los escolares van a tener sus lápices.

Cuando Read terminó su historia los asistentes estuvieron de acuerdo que ninguno de ellos sabía cómo construir un lápiz. No estamos hablando de artículos o bienes mucho más complicados, como autos, aviones o computadores, cuyos componentes se fabrican en muchos países antes de su armado final.

¿Hubo un plan previo de parte de los organismos estatales para la fabricación de los lápices? No. Lo que hubo fue una necesidad de lápices percibida por alguien en el mercado y desde allí la información partió hacia atrás a lo largo de la cadena de producción y comercialización. Y fue así que para la fabricación de un simple lápiz de grafito terminaron colaborando un sinnúmero de personas, miles, probablemente millones.”

Como fue la pretensión de Leonard E. Read, y de muchos otros que lo reprodujeron a lo largo de los últimos 56 años -Rogelio inclusive-, el ensayo llama a la reflexión. En el ensayo de Read, el mensaje principal es que la economía no puede ser planificada centralmente cuando no existe un único individuo que tenga todo el conocimiento y la habilidad para hacer un único producto; en el ejemplo del ensayo, un simple lápiz de grafito. Muchos consideran un error argumentar que se trata de un mensaje dirigido sólo a los hacedores de política de un gran Estado o gobierno. Más bien consideran que, básicamente, llama a la reflexión a aquellos que creen tener todas las respuestas y, por lo tanto, con la fuerza del Estado decidir qué es lo mejor para las personas y sus cosas, lo que implica saber más que lo que cada individuo conoce sobre sí mismo y sus asuntos e intereses. Es, básicamente, un llamado a la humildad.